Qué quiso enseñar aquí Jesús
En la parábola Jesús quiere mostrarnos su
nostalgia permanente por el Padre, los sentimientos íntimos que tiene para con
su Padre. Esos sentimientos aparecen durante toda la parábola. Nos muestra así
quién y cómo es el verdadero Dios: es un Padre infinitamente bueno,
comprensivo, misericordioso. O como dirá la segunda carta a los Corintios: “es
un Padre lleno de ternura, Dios del que viene todo consuelo” (2Cor 1,3).
¡Qué revelación tan honda del corazón del Padre, de su ternura, de su dulzura y
bondad!
Cuando Jesús nos habla del hijo menor o del hijo
mayor lo hace únicamente para describirnos el corazón del Padre celestial. El
no quiso hablarnos de un muchacho que se arrepiente después de haber hecho las
canalladas más grandes con su padre, o de un hijo que “siempre” ha sido fiel
con su padre, sino de que quiso mostrarnos un Padre maravilloso,
extraordinario, único, que se desvive por cada uno de sus hijos y espera que
lleguen hasta él y se hundan en su corazón, porque ese es el sitio para cada
uno de sus hijos amados. Utilizó el cuadro de este par de muchachos para que
comprendiéramos mejor quién es el verdadero Dios: un padre lleno de una
infinita misericordia para con cada uno de sus hijos, independientemente de
cómo obren.
El amor del Padre por sus hijos
Tanto nos ama el Padre que ha hecho del corazón
de cada uno de nosotros su cielo, su morada. Allí vive desde el día de nuestro
bautismo y nunca nos abandonará, aunque nosotros, prefiriendo los placeres a su
amor, le abandonemos. A Él no le interesa que sus hijos hayan cometido las más
terribles injusticias y bellaquerías contra él. Su amor es más grande que
nuestros pecados e ingratitudes, por grandes que parezcan. Ante su infinito amor,
nuestros pecados son simples pajas fácilmente destruibles por el fuego de su
amor. Él está pendiente de sus hijos pecadores, atrayéndolos con su amor, hasta
que regresen. Y una vez regresen, cambiará el corazón de sus hijos. Y los hará
todavía más lindos y maravillosos, que antes de haberse alejado de El.
Cuando su criatura querida Adán le traicionó
pecando, envolviendo en su pecado a todos los hombres y apostatando de lo más
grande que le había dado, al crearlo “a su imagen y semejanza”, le
recuperó en una forma más maravillosa aun haciéndole su hijo querido. Para
ello: “envió el Padre a su Hijo, nacido de mujer, y sometido a le ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que pudieran recibir
la filiación divina. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
sus corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no
eres esclavo sino hijo” (Gal 4,4-6). Y así hará con cada uno de nosotros.
Aunque nos olvidemos de que somos hijos suyos, el jamás nos olvida y estará
pendiente de nosotros con su amor que siempre perdona, para recuperarnos y
volvernos a su amor.
Aunque el hijo le falle a Dios y no le interese
su filiación, el Padre es fiel a su paternidad, es fiel al amor que
desde siempre ha sentido por su hijo. Esa fidelidad la expresa la parábola no
solo con la inmediata prontitud en acoger al pródigo cuando regresa a casa, sin
echarle en cara su mal comportamiento sino, de manera especial y más
plenamente, con aquella alegría, con aquella celebración tan generosa, con
aquella recuperación que hace de su hijo, sin que él se lo pida, pero que se lo
exige el amor tan especial que le tiene.
Amor misericordioso
Por más que en la parábola no se encuentre la
palabra “misericordia” , esta “es expresada allí de una manera particularmente
límpida,… mediante la analogía que permite comprender más plenamente el
misterio mismo de la misericordia en cuanto drama profundo, que se desarrolla
entre el amor y prodigalidad del padre y el pecado del hijo” (DM 5).
“El amor se transforma en misericordia, cuando
hay que superar la norma precisa y, a veces, demasiado estrecha, de la
justicia” (DM 5). Aquel hijo, no solo había disipado la parte del patrimonio
que le correspondía, sino que, además, había tocado en lo más vivo y
había ofendido a su padre con su conducta. Y la respuesta del padre es
abrirle los brazos y el corazón a ese hijo, a quien adora. Por más que sea
perverso y sinvergüenza, ese hijo nunca deja de ser hijo de su Padre Dios.
El amor misericordioso del padre es expresado de
una manera singularmente impregnada de amor. Al respecto nos dice la parábola,
que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que regresaba a casa, “le
salió al encuentro conmovido, le echó los brazos al cuello y le besó”.
La misericordia tiene la forma interior del amor. Y quien es objeto de
misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y
“revalorizado”. El amor misericordioso del Padre no se deja vencer por el mal,
sino que “vence el mal con el bien” (Rm 12,21). Ni siquiera le deja pronunciar
al hijo el discurso que tenía preparado y lo cubre totalmente con su amor
misericordioso, llenándolo de abrazos, de besos, de infinita ternura.
Somos hijos del Padre misericordioso
Son muchos los cristianos que no conocen su
condición de “hijos del Padre Dios”. Para la mayoría de ellos, la relación con
Dios no pasa de un puro respeto a su Creador. ¡Nunca han descubierto el corazón
del Padre! Y esto es más triste cuando esos cristianos son religiosos o
sacerdotes que se mueven como simples funcionarios y han vivido sus votos como
una carga más.
Los hombres necesitamos un “Padre”, necesitamos,
por lo mismo, descubrir a Dios en su calidad de Padre. “Hoy lo tenemos todo, la
ciencia lo puede todo, pero tenemos frío, porque nos falta un Padre. Cueste lo
que cueste necesitamos descubrir a Dios como Padre, necesitamos recibir
amorosamente el calor tierno del Padre. Sin Él los cristianos nos vamos enfriando
cada día más”. Y descubrir al Padre es descubrir nuestra filiación, y
especialmente que necesitamos ser misericordiosos como nuestro Padre. Vivir sin
el Padre es emprender un camino que conduce hacia la nada.
Sólo quien conoce a Dios y le ama como a su
Padre es capaz de entender y gustar lo que es el perdón, de otorgar
el perdón y ser misericordioso con los demás. Cuando no hemos gozado de la
presencia y el amor de un Padre, nuestro corazón no perdona y va acumulando
odios, rencores contra los hermanos. Somos incapaces de perdonar, porque no
hemos aprendido a perdonar; no hemos aprendido a perdonar porque no hemos
tenido la experiencia de ser perdonados por nuestro Padre Dios.
He experimentado que cuando alguien tiene
dificultades para amar, porque su corazón está herido y no acepta al otro, o
porque siente disgusto, o hasta odios, pero quiere amar y se propone, con la
ayuda de la gracia de Jesús lo puede hacer. Se siente, entonces, amado y puede,
por lo mismo, amar y perdonar.
CASA PARA LA FE CATÓLICA
Fray Nelson (2009/04/26)
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